viernes, 15 de enero de 2010

La Ballenera. febrero de 2008.


Josefa vivía en la pequeña cala de la factoría. Me contó que trabajó desde niña en la ballenera. Aquí se "desguazaron" las últimas ballenas que capturaron nuestros barcos en 1985. Casi 160 ballenas al año. El lugar fue escogido por alguna compañía constructora y personajes del entorno, para convertir esta zona en un muro de edificaciones, que exclusivas o no, iban a destrozar un paisaje de mágico. A fecha de hoy desconozco porqué no ha comenzado el proceso de "cementización". Me alegro.
Me contaba, Josefa, de la dureza de los trabajos de la factoría, de las muchas penas que pasaba su madre, que también fue trabajadora de la ballenera al igual que el resto de la familia, de los problemas que le causaba el ser una niña y después mujer en un mundo de hombres y más siendo de fuerte carácter y considerada en su profesión. Describía, con nostalgia, cómo se cortaba y aprovechaba la carne, cómo la sangre brotaba a chorros y bañaba botas y ropas de trabajo, y cómo los ojos de aquellos animales lloraban aún después de muertos. "Alma tiñan. Senon, ¿porqué ían chorar?", me decía Josefa. Después de procesar toda la "carne" utilizaban los huesos para hacer harinas, excepto los más duros, los de los cachalotes, que eran abandonados al final del muelle y posteriormente arrojados al mar. Me alegro de que cerraran. Hoy bucearíamos aquí.
Con suavidad te dejas caer en un bosque de posidonia. Las envidias. Los buzos comienzan a moverse. No esperan. También hoy "van claras las aguas". El último de ellos mira hacia atrás reprochando mi lentitud, sin gestos. Con razón. Me entretengo contemplado lo que ya conocíamos. Paso sobre los restos de la planeadora y acerco la máscara al canto deformado de la regala. Un día fue azul intenso. Un grupo de camarones me da la bienvenida. O eso creo. Los segundos que tardo en saludarlos, molestan al pulpo que los ampara. No puedo competir con el cefalópodo. Con sus tentáculos inspecciona el difusor de la cámara y al dedo que acciona el disparo. No puedo contener las ganas de “falsearlo”. Cambia de color tornándose negro azabache. Se va.
He decidido practicar el macro con la cámara. Mi primer modelo ha sido una estrella. No hacía nada especial. Simplemente no se movía. Busqué el ángulo que evitase las sombras de la zona superior y orienté el flash desde el fondo. Repetí la toma. He conseguido que el preflash no se dispare con lo que me evito el susto inicial que este produce. Las estrellas no saben de flashes. ¿A quién le importan?
He tenido que aletear un rato para alcanzarlos. Los encontré entretenidos intentando descubrir que colgaba de una de las gruesas maromas del muerto. Era una caja de madera perforada por agujeros no mayores de 1 centímetro. Parecía contener cebo vivo. Sólo lo parecía. Mi compañero dejó la caja de lado y siguió en dirección Suroeste hasta la proximidad del viejo muelle.La factoría de la ballenera se construyó en los años 20, pero la construcción por debajo del agua parecía más antigua. El desgaste profundo de los medianos y pequeños bloques de granito, indicaban largos años en el agua. Más de lo que señalaba la construcción de la factoría. Entre las piedras asomaban enormes camarones en escaso número, como supervivientes de una selección natural. Morenas, peces pipa, centollos de mediano tamaño y una cantidad ingente de algas, cubrían el cantil artificial por el que bajaba hasta los dieciocho metros.
Al acercarme al final del muelle, y donde este pierde su nombre, las piedras que no llegaron a formar parte del ingenio, con el tiempo, descubren que tienen sentido en este mundo y se convierten en depositarios de la futura generación de alguna especie. Nada es estéril. Nada es inútil. La nécora que observaba el desfilar de la comitiva, ni siquiera se inmutó cuando le apunté con el objetivo. Estaba devorando una estrella de mar. Desconocía que le gustasen. Ya no se ven tantos como antes. Ahora sé porque hay tantas... estrellas. Era la evidencia una vez más de la destrucción del precario equilibrio que debemos cuidar. Volví a centrar mis esfuerzos en la cámara. Intenté ajustar el modo macro que siempre se desconfigura si paso demasiado tiempo en disparar. Aunque el traje de 7 milímetros era más que suficiente para estar una hora a 13ºC, los guantes no aislaban lo suficiente, y me resultaba difícil así, entumecido, manejar los diminutos botones del sistema. A duras penas conseguí activar la función y la pequeña flor del macro sonrió en la pantalla. Miré alrededor. Estaba sólo. Seguí las instrucciones en este tipo de casos y proseguí durante unos minutos antes de ascender. Mis compañeros se empezarían a preocupar por mí. Intenté pensar como lo haría el instructor veterano que era el guía. Seguí avanzando entre las rocas y el claro. Diecisiete metros, 32 minutos y 13ºC. 100 bares. Eso representaba la mitad de la inmersión. Menos si quería ascender con seguridad. Mierda!. Llevaba un minuto y, a pesar de la claridad, no distinguía nada. Nadie. No me quedaba más remedio que ascender y hacerles subir. Decidí continuar unos segundos más. Vi sombras y avancé. Entre algas, un pinto se movía y hacía mover. Ascendí. Choque con algo consistente sin hacerme daño. Doce metros. No sabía cuanto tiempo llevaban ahí pero mis dos compañeros navegaban sobre mí. Todos cuidan de todos.
Los ordenadores registraron un cambio de temperatura pasando de los 13 a los 11º. Las formas del fondo ahora eran redondas y decidimos investigar. Las piedras redondeadas y planas no eran otra cosa que pulidos huesos de ballena. Se siente algo especial cuando intuyes lo que son y los tocas. Ya no había algas, ni peces: sólo restos. Y muchos. Hasta tal punto eran, que todo el fondo era blanco hueso. No había tiempo para más. 40 minutos de fondo y a pesar del semi-seco, tenía frío. La cámara estaba sin batería desde que encontré al cangrejo. Aún así no quería quedarme sin la prueba de haber estado allí y me quise llevar a la superficie un trozo de esta historia. No me pareció correcto. A Josefa no le gustaría. Estábamos en el cementerio de ballenas. Llegamos sin hacer ruido. Y buceamos por allí con el mismo silencio con el que empezamos. Los sentimientos acompañaban el lugar. Era la segunda inmersión allí. Esta vez llegamos más lejos. Más metros y menos luz para encontrar aquella desolación. "Hay que bajar y verlo". Cousteau tenía razón. Describir el sitio es posible. Expresar lo que siento, es harina de otro costal.

Para Josefa Outes
con mucho, mucho cariño.

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