Me recibió un 15 de noviembre hace quince años. Llovía. Mucho. Y más que llovería ese invierno. Y viento. Mucho viento. Las arenas de la playa de Cee, habían formado pequeñas dunas en la explanada que se extendía hasta el hospital. Con Pepe salió Alfonso, cirujano con el que compartiría guardias y trabajo durante los doce años y un pico en aquel destino.
Pepe fue un amigo durante aquellos cuatro primeros años. No por gusto, nos reuníamos en su despacho. Solía llamarme al orden con frecuencia. Era, yo, algo díscolo en aquellos tiempos. Luchador a mi entender y un poco indisciplinado al suyo. El tiempo le dió la razón. Discutíamos un rato con pocas ganas y aprovechaba el primer silencio para cambiar la conversación a temas menos profesionales. Hablábamos, entonces, del tiempo, el mar que le apasionaba, y de Finisterre. Y nos despedíamos con un apretón de manos y una sonrisa sincera.
Coincidíamos poco en la cafetería. Siempre sonreía a pesar de las cargas que conlleva el cargo. Nunca rehuía la mirada. La buscaba.
Valoraba el trabajo del personal a su cargo. Siendo un especialista con dos o tres años de experiencia, me hizo saber que tenía grandes esperanzas puestas en mi trabajo. Ni yo mismo lo pensaba. Me hacía sentir bien. Esa y muchas veces más.
Pepe envidiaba las tardes que yo pasaba pescando con los amigos de Finisterre. Me recordaba, a menudo, que era un privilegiado. No lo había pensado, pero si sabía apreciar cada minuto e instante en aquel lugar.
Pepe se fue ayer. Para siempre. No sé a donde. Lo imagino navegando por Finisterre. Pepe no podría ir a ningún otro lugar. No querría ir a otro lugar.
Nos ha dejado un poco más solos. A muchos.
Pepe se fue y hoy el mundo me ha parecido un poco mas feo.